El CIB Margarita Salas celebró el pasado mes de septiembre de 2021 los 25 años del descubrimiento del gen causante de la alcaptonuria. El hallazgo, liderado por los investigadores Santiago Rodríguez de Córdoba y Miguel Ángel Peñalva, fue portada de la revista Nature Genetics en septiembre de 1996, y supuso la primera secuenciación completa de un gen humano que tuvo lugar en España.
La alcaptonuria es una enfermedad rara que afecta a una de cada 250.000 personas en el mundo y tiene la característica de ser el primer trastorno de origen genético descrito en la historia. Se caracteriza porque la orina de quienes la padecen se tiñe de color oscuro al entrar en contacto con el aire. Fue Archibald Garrod, médico inglés, quien primero se interesó por esta patología, investigándola a comienzos del S. XX y concluyendo que el origen de la enfermedad tenía que ser el mal funcionamiento de una enzima, cuyo fallo vendría provocado por un defecto en las instrucciones para producirla. Esto supuso una aproximación muy acertada a la función que realizan los genes en los seres vivos.
Miguel Ángel Peñalva describe en el siguiente texto sus recuerdos de cómo se gestó este hallazgo recientemente conmemorado, en lo que constituye otro ejemplo de investigación interdisciplinar:
Bienio 1995-1996. Arrinconados contra el lado estrecho del paralelepípedo de la cuarta planta, ala de Joaquín Costa del edificio de la calle Velázquez 144, se apelotonaban tres grupos de investigadores relativamente jóvenes, aunque, según la tradición que la casa demanda, dispares en cuanto a sus temáticas de trabajo. “Los Peñalva” poblábamos la esquina, donde ocupábamos dos laboratorios pequeños, uno dando a Joaquín Costa, donde estaba mi despacho (unos 3 m2), el otro dando al patio, en el que se instaló Teresa Suárez. En el laboratorio ‘anterior’ (en dirección a los ascensores), Flora de Pablo y Enrique J. de la Rosa investigaban el papel de los factores de crecimiento en el desarrollo del sistema nervioso. Al otro lado del pasillo, con las ventanas dando al patio, vivía el grupo de Víctor de Lorenzo, apodado oficialmente “Genética molecular de Pseudomonas”, que contaba con el inestimable refuerzo de Pepe Pérez-Martín. En ese bienio, Pepe y Víctor publicaron, además de varios trabajos “menores”, dos trabajos en PNAS y uno en Cell, ¡firmado tan solo por Pérez-Martín y de Lorenzo!
Hace un cuarto de siglo mi laboratorio trabajaba en la regulación transcripcional del metabolismo secundario en hongos, usando como modelo la ruta de biosíntesis de penicilina en Aspergillus nidulans, un pariente cercano, pero genéticamente manipulable, de Penicillium chrysogenum. Habíamos firmado un contrato de investigación con la firma Antibióticos S.A., compañía en la que yo había trabajado seis años. En su fábrica de León se producía penicilina G, un derivado del ácido 6-aminopenicilánico en el que el carboxilato de una molécula de ácido fenilacético forma un enlace amida con el grupo NH2. Para favorecer la biosíntesis del producto deseado, los fermentadores se suplementaban con grandes cantidades de ácido fenilacético. El inconveniente era que Penicillium, como su primo hermano Aspergillus nidulans, era capaz de degradar este compuesto. El objetivo del proyecto era caracterizar la ruta metabólica de degradación de fenilacético para inactivarla genéticamente, primero en el organismo modelo como prueba de concepto y después en el organismo de producción. Para encargarse de este proyecto había contratado a José Manuel Fernández Cañón, una de las personas más brillantes que he conocido en mi carrera científica. José Manuel había hecho su tesis doctoral dirigido por José María Luengo en la Universidad de León, trabajando en la enzimología de la biosíntesis de antibióticos β-lactámicos, y contaba por tanto con una experiencia de lo más adecuada para el proyecto.
Para clonar los genes responsables del catabolismo de fenilacético aprovechamos el hecho de que, en los hongos, muchos genes implicados en el catabolismo de fuentes de carbono alternativas a las glicolíticas se expresan a niveles muy altos cuando al medio se añade el sustrato de la ruta. Por eso usamos un procedimiento de hibridación sustractiva de RNA, un proceso técnicamente complejo que se basaba esencialmente en la separación de híbridos cDNA::RNA de doble banda de cadenas simples de RNA, enriquecidas en los transcritos de interés. En un mundo ideal, esta separación se realizaba en una columna de hidroxiapatito preparada de fábrica para recircular agua a 68° por una camisa exterior. Pero aquello era un lujo que no podíamos abordar. Chema, es decir, José Manuel –nunca he sabido por qué le llamamos Chema– tenía la casa llena de peceras y era un manitas de la recirculación de agua, por lo que montó un instrumento diabólico con una columna convencional insertada en un baño de agua lleno de algas y otras porquerías micro y macroscópicas. Para mi sorpresa el RNA resistió y la columna funcionó, y cuando caracterizamos los retro-transcritos enriquecidos por este sistema encontramos que una gran mayoría de los genes representados en la cDNA-teca se correspondían con genes inducibles por fenilacético. Cuando nos pusimos a caracterizarlos nos dimos cuenta de que además de abundantes cDNAs de citocromos P450, potencialmente pertenecientes a la ruta catabólica del fenilacético, había otros, los más abundantes, claramente pertenecientes a la ruta catabólica de fenilalanina y tirosina. El más abundante de ellos lo llamamos fahA (léase facha). Codifica para una proteína que muestra un 47 % de identidad en su secuencia de aminoácidos con la fumarilacetoacetasa humana, en adelante FAH. Por algo los hongos son primos hermanos de los metazoos.
En las personas, el déficit de FAH causado por la presencia en el gen homólogo, en homocigosis o heterocigosis compuesta, de mutaciones de pérdida de función, da lugar a una enfermedad devastadora denominada tirosinemia tipo uno (HT1) o hepato-renal. El daño celular se produce por los compuestos que se acumulan especialmente en hígado y riñones cuando la ruta catabólica de fenilalanina y tirosina se ve interrumpida por el déficit enzimático. Estos compuestos son tanto tóxicos como mutagénicos, y por lo tanto son causa inevitable de cirrosis hepática y de hepatocarcinoma. Hasta hace relativamente poco esta gravísima enfermedad solo podía tratarse mediante trasplante de hígado en las etapas primeras de la vida. Hoy día, la disponibilidad de un fármaco llamado nitisinona, que interrumpe el catabolismo de los aminoácidos aromáticos a nivel de una enzima que funciona corriente arriba de la FAH, ha mejorado sustancialmente el pronóstico y el tratamiento de los niños afectados por este déficit congénito del metabolismo.
El metabolito diagnóstico que se busca en los cribados neonatales orientados a detectar la enfermedad es un compuesto llamado succinilacetona (SA). En muy poco tiempo habíamos construido un mutante de deleción del gen fahA de Aspergillus, y Chema había demostrado por “la prueba del algodón” (cromatografía de gases acoplada a espectrometría de masas) que los cultivos del hongo mutante alimentados con fenilalanina acumulaban SA, lo que subrayaba que las similitudes entre los hongos y los humanos se extendían también a nivel bioquímico, dado que déficits equivalentes daban lugar a la acumulación de compuestos idénticos. De hecho, cuando cultivábamos el hongo mutante fahA∆ en placas de cultivo suplementadas con lactosa como única fuente de carbono, éste crecía tan feliz como el silvestre. Sin embargo, cuando a esas placas de cultivo añadíamos una mezcla de lactosa y fenilalanina, el mutante, al contrario que la estirpe silvestre, era incapaz de crecer, con certeza porque acumulaba los compuestos tóxicos derivados de la Phe/Tyr, causativos del daño hepato-renal en los seres humanos.
Mientras tanto, cuatro pisos por debajo, a nivel de la calle Joaquín Costa, tres investigadores compartían un laboratorio grande. Uno de ellos era Santiago Rodríguez de Córdoba, que a su vuelta de Estados Unidos se había concentrado en un proyecto relacionado con las enfermedades asociadas con la cascada del complemento. Santiago y yo habíamos llegado al Centro de Investigaciones Biológicas a finales de los años 80, siendo director Pepe Gómez Acebo, y habíamos compartido laboratorio, lo que nos había llevado a compartir también las penalidades y necesidades insatisfechas de los que llegan al CIB como novatos. Casi diez años más tarde, en la época de la HT1, Santiago y yo compartimos además la afición por el ciclismo en carretera, y prácticamente todos los fines de semana salíamos a hacer kilómetros junto un amigo común, Tito Silva. Durante las horas que pasamos sobre la bicicleta tuvimos mucho tiempo para hablar de todo, tirosinemia inclusive. Además, ambos conocíamos muy bien nuestros respectivos proyectos de investigación porque nuestros laboratorios estaban directamente conectados por la escalera de incendios, lo que nos facilitaba el mantener encuentros frecuentes en los que charlábamos relajadamente sobre nuestros objetivos.
Mientras tanto, Chema y yo estábamos muy excitados porque entre los genes de la ruta catabólica de fenilalanina que estaban aún sin caracterizar y que posiblemente estaban representados en nuestra cDNA-teca se encontraba el gen que codifica para la homogentísico dioxigenasa (abreviada HGO), la proteína que el médico británico Archibald Garrod había postulado a principios del siglo XX que era deficiente en los enfermos de alcaptonuria (AKU), hecho que demostró Bert La Du en 1955. La alcaptonuria, además de su importancia médica, tenía una enorme importancia histórica, al ser la enfermedad con la que Garrod acuñó el término de ‘error congénito del metabolismo’, y la primera enfermedad humana que se ajustaba al mecanismo de herencia postulado por las leyes de Mendel para un carácter recesivo, según el genetista William Bateson hizo saber al propio Garrod. Sorprendentemente, y a pesar de esta importancia, el gen humano no había sido aún caracterizado en 1995, ni por tanto se habían descrito las mutaciones causativas de la enfermedad. En otras palabras, se desconocían las bases moleculares de la alcaptonuria.
Chema y yo estábamos convencidos de que, estando la ruta metabólica de la fenilalanina tan conservada, una vez identificado en nuestra cDNA-teca el transcrito de la HGO de Aspergillus, con un nivel de identidad de secuencia proteica del 50 % entre las enzimas que catabolizan la fenilalanina en hongos y humanos, no nos sería muy difícil encontrar en las incipientes bases de datos de transcritos humanos RNAs que codificasen para la proteína homóloga. Al gen de Aspergillus llegamos por dos caminos diferentes. En primer lugar, dentro de la cDNA-teca detectamos mediante secuenciación la existencia de clones que potencialmente codificaban para dioxigenasas. Pero la biología molecular hubiese sido insuficiente para identificar la HGO, porque nos habría obligado a ir clon a clon para descartar que los candidatos codificasen enzimas en la ruta catabólica del fenilacético o, alternativamente, la parahidroxifenilpirúvico dioxigenasa, como la HGO perteneciente a la ruta de la fenilalanina. La genética vino en nuestro apoyo. Cuando se sembraban en placas de cultivo que contenían lactosa y fenilalanina, los mutantes fah∆, recordemos, eran incapaces de crecer. Pero si se dejaban las placas sobre la mesa durante varios días aparecían unos sectores arborescentes de micelio alrededor de los puntos de inóculo, que los genéticos de hongos identificamos rápidamente como clones mutantes que portaban mutaciones supresoras extragénicas que rescataban la viabilidad.
Los pacientes humanos con alcaptonuria acumulan ácido homogentísico como resultado del déficit enzimático. Este ácido se excreta en grandes cantidades por la orina, y se oxida fácilmente con el aire, dando lugar a una serie de compuestos coloreados característicos de esta patología. Dichos compuestos coloreados, fenólicos, también se acumulan en los cartílagos de las grandes articulaciones y en otras zonas de tejido conectivo, dando lugar a una progresiva enfermedad incapacitante. Los sectores arborescentes que aparecían en nuestras placas de cultivo acumulaban un compuesto que daba al medio una coloración similar al de la orina de los pacientes con alcaptonuria. Así nos dimos cuenta de que habíamos identificado el gen.
Para nuestra suerte, mediante experimentos de genética clásica, pudimos determinar que los genes de FAH y de la homogentísico dioxigenasa estaban estrechamente ligados, a menos de un centimorgan, en el cromosoma VII del hongo. Así, paseando unos pocos centenares de pares de bases por el cromosoma encontramos un gen cuyo producto era, ¡eureka!, una dioxigenasa. Cuando eliminamos el gen, que denominamos hmgA, mediante ingeniería genética, las cepas mutantes acumularon ácido homogentísico. Mediante ensayos enzimáticos demostramos que las cepas mutantes, al contrario que las silvestres, carecían de actividad homogentísico dioxigenasa.
El siguiente paso era obvio: con la ayuda de Santiago, mediante una búsqueda TBLASTN, rastreamos las bases de datos humanas de secuencias cortas de RNA (expressed sequence tags, ESTs) disponibles en el National Center for Biotechnology Information (NCBI) e identificamos RNAs que se expresaban en los tejidos esperados y que nos permitieron reconstituir prácticamente la secuencia codificante completa de la homogentísico dioxigenasa humana. Antes del verano de 1995 Chema y yo mandamos sendos trabajos a PNAS y JBC con el resumen de nuestros experimentos y la identificación de ESTs humanas, que fueron aceptados casi a vuelta de correo. Las secuencias parciales de cDNA estaban publicadas ya en otoño, lo que suponía un peligro, dado que eran completamente accesibles a los potenciales competidores.
Mientras tanto, Santiago y yo discutíamos casi diariamente sobre el progreso este proyecto. Quedaba por recorrer un largo camino hasta llegar a identificar las bases moleculares de la alcaptonuria. Este camino no lo hubiésemos recorrido sin Santiago, por dos razones. Primero porque en aquel entonces nuestra experiencia en genética humana era nula, o casi. En segundo lugar, porque cuando Santiago se convenció de que el proyecto no solo era apasionante (que ya lo sabía) sino factible solo si él se implicaba a fondo, no dudó ni un minuto en atacar el problema con todos sus recursos intelectuales y técnicos, que eran muchos, abandonando sus otros proyectos. El éxito estaba asegurado.
Santiago puso en marcha dos abordajes. El primero fue el de mapear la posición del gen, usando la sonda de cDNA, en un cariotipo humano. Para ello pidió la ayuda de una colaboradora suya, Elena Fernández-Ruiz, del Hospital de la Princesa, que era experta en hibridación in situ (FISH) de extendidos cromosómicos con sondas fluorescentes de genes. Elena demostró sin ningún tipo de ambigüedades que el gen que codifica para el RNA que habíamos reconstruido mapeaba en la banda q2 del cromosoma 3. Un par de años antes, un equipo del Instituto Pasteur había determinado que ésta era la posición en la que se debía de encontrar el gen causativo de la alcaptonuria. Pese a que esta región contiene un buen puñado de genes, los experimentos de Elena y Santiago representaban una sólida evidencia de que el gen que habíamos identificado era el afectado en los pacientes, causativo de la enfermedad.
Sin embargo, era el segundo abordaje el más crítico para nuestros objetivos. Había que demostrar que mutaciones de pérdida de función en el gen localizado a 3q2 co-segregaban con la enfermedad, y que los pacientes eran homocigotos o heterocigotos compuestos para mutaciones causativas. El primer paso para ello era disponer de la capacidad de secuenciar las regiones exónicas del gen AKU humano. Hasta entonces conocíamos la secuencia completa codificante, pero carecíamos de información sobre las regiones intrónicas, la cual nos era necesaria para diseñar los primers que amplificarían por PCR los exones. Begoña Granadino, en el laboratorio de Santiago, se puso a ello, y mediante el rastreo de una genoteca genómica pudo reconstruir el gen completo y determinar su secuencia. El gen de HGO fue el primer gen secuenciado completamente en España. Tiene una longitud de 54.363 pares de bases. Su secuencia codificante está repartida entre 14 exones cuyo tamaño oscila entre 35 y 360 pares de bases. Esta complejidad organizativa contrasta con la estructura mucho más simple del gen de Aspergillus, que está interrumpido por un único intrón de unas decenas de pares de bases. En las secuencias intrónicas, Begoña detectó varias repeticiones simples de secuencia (SSR) que eran altamente polimórficas entre los distintos pacientes, lo que fue extremadamente útil para reconstruir el origen geográfico de las distintas mutaciones. Pero esa historia es para más adelante.
En esta situación, a principios de 1996, estábamos en un punto crítico. La reconstrucción del cDNA humano había permitido a Chema demostrar que la proteína por él (el cDNA, no Chema) codificada tenía actividad HGO, pero no podíamos avanzar más sin tener la posibilidad de caracterizar genéticamente a pacientes. Esta tarea distaba mucho de ser fácil, puesto que la incidencia de la enfermedad es de un paciente por cada cuarto de millón de nacimientos. En este punto nos beneficiamos de la ayuda tan entusiasta como desinteresada de la doctora Magdalena Ugarte, Catedrática de Bioquímica en la Universidad Autónoma de Madrid y directora del Centro de Diagnóstico de Enfermedades Metabólicas (CEDEM). Maleni utilizó todos sus recursos e influencias para encontrar pacientes que quisiesen colaborar con nuestras investigaciones. Finalmente encontró una familia en Sevilla de padres normales en la que, de siete hermanos, dos hijos y una hija padecían la enfermedad, y que amablemente accedió a donar sangre para los análisis genéticos. Ni corto ni perezoso Santiago se sacó un billete de AVE y se presentó en Sevilla para obtener las muestras de sangre. Pronto apareció una segunda familia en Madrid con tres hijos, un varón y una mujer alcaptonúricos y una tercera hija normal.
La secuenciación de las regiones exónicas del gen AKU en todos los miembros de las dos familias fue llevada cabo por Begoña, Chema y un nuevo estudiante de Santiago, Daniel Beltrán-Valero de Bernabé, que haría su tesis en el proyecto de alcaptonuria. Este estudio reveló que, como cabía esperar de la herencia mendeliana, los dos padres de la familia M eran portadores en heterosis de una transición C>T en la posición 817 de la secuencia codificante, lo que resultaba en una sustitución de la prolina 230 por serina en el enzima. Tanto el hijo como la hija enfermos eran homocigotos para dicha mutación, mientras que la hija no afectada era heterocigota, lo que cuadraba con la herencia mendeliana recesiva de la enfermedad. El carácter patogénico del alelo P230S se reiteró cuando se encontró que los tres hijos/as alcaptonúricos en la familia S eran heterocigotos compuestos, portadores de P230S y de una segunda mutación resultante en la sustitución V300G, mientras que los cuatro hermanos restantes, sanos, eran bien homocigotos para el alelo silvestre bien heterocigotos portadores de un alelo potencialmente patogénico (P230S, V300G) y el alelo silvestre, que se comportaba como dominante. Segunda ley de Mendel en su vertiente médica. Para redondear la demostración de que la mutación P230S era patogénica, Chema la introdujo en el plásmido que expresaba la enzima HGO humana en bacterias. La proteína P230S pura esencialmente carecía de actividad enzimática. El trabajo estaba redondo y listo para mandar a publicación.
Para evitar ‘sorpresas’, previamente habíamos establecido contacto con Kevin Davies, Chief Editor de Nature Genetics, que había manifestado su interés por publicar el trabajo si éste atravesaba el filtro de los referees. En 1997, Nature Genetics tenía un factor de impacto de 38,8, que se comparaba favorablemente con el 27,3 de Nature, e incluso con el 37,3 de Cell. En 1996, la implantación de Internet y el correo electrónico era bastante limitada. Los informes de los referees llegaron por fax firmado por la subeditora Lauri Goodman, quien nos comunicaba la buena noticia de que habían valorado muy positivamente el manuscrito, así como su propia impresión de que el manuscrito representaba un “milestone in the history of alkaptonuria”. El manuscrito, de referencia NG-3891, fue corregido y mandado de vuelta a la oficina de Washington DC el 8 de julio. El 12 de julio de 1996, también por telefax, recibimos la noticia de la aceptación definitiva. El trabajo fue publicado en el número del 1 de septiembre, con una frase en la portada que decía ‘Alkaptonuria at last’. En las páginas interiores aparecía un News & Views firmado por Charles Scriver, la persona más respetada en el campo de las metabolopatías, en unos términos muy laudatorios. Scriver, como Garrod médico de formación y profesión, es un ferviente admirador de la carrera científica de éste y había contribuido a que la figura de Garrod, frecuentemente ignorada y en ocasiones ninguneada, se recuperase para la historia de la medicina. Él había sido responsable entre otras cosas de la reedición del libro clave de Garrod, publicado en 1931, titulado “Inborn Factors in Disease”, un libro que anticipó conceptos claves como susceptibilidad genética a la enfermedad, y que predijo con admirable perspectiva el futuro de la medicina individualizada. Seguramente era él, Scriver, el evaluador que había escrito como resumen de su informe ‘Thank you for this elegant paper. Garrod would be delighted. Certainly this reader is’.
A partir de entonces comenzaron dos nuevas historias. Una fue la del reconocimiento internacional por el abordaje tan original y por la nitidez de los experimentos con los que habíamos demostrado la base molecular de la alcaptonuria. El éxito fue recogido por Matt Ridley en su famoso betseller ‘Genome, the autobiography of a species in 23 chapters’, por el mismísimo Jim Watson en su libro ‘DNA, the secret of life’, e incluso en un libro de filosofía de la ciencia ‘How the unconcious shapes modern science?’, firmado por Robert Pollack. El libro de texto clásico de Genética ‘An introduction to Genetic Analysis’ recoge la historia, a la que dedica dos figuras a toda página, en su séptima edición (año 2000). Finalmente, mi mentor de mi etapa post-doctoral, Claudio Scazzocchio (entonces en Paris-Orsay), publicó un laudatorio editorial en Trends and Genetics, titulado ‘Alkaptonuria, from human to moulds and back’.
La segunda historia es la de un éxito insuficientemente conocido por la comunidad científica en España. Santiago fundó una unidad mixta de patología molecular en la prestigiosa Fundación Jiménez Díaz, a cuyo laboratorio se trasladó la segunda mitad de 1996. Como el lector habrá sin duda adivinado, Santiago recibió muy poco apoyo material para aquella iniciativa, y en una charla relajada de ‘old buddies’ me recordó que tuvo que pintarse el laboratorio él mismo.
Pese a esos inconvenientes «menores», Santiago retomó el trabajo en alcaptonuria con su estudiante Daniel Beltrán Valero de Bernabé y lo llevó desde una situación inicial de insuficiente caracterización del gen AKU a convertirlo en uno de los genes humanos mejor estudiados. Durante esta aventura Santiago y su grupo demostraron que el gen de la alcaptonuria estaba poblado de secuencias hipersensibles a la mutación y caracterizaron el gen de pacientes de prácticamente todo el mundo, desde Eslovaquia, cuya población muestra una frecuencia de incidencia muy superior a la del resto de la población europea, hasta la Isla de la Reunión, en la que se le da un interesante fenómeno denominado ‘la paradoja de la Reunión’: un efecto fundador con múltiples variantes alélicas, lo cual parece ser, en sí mismo, un oxímoron. Estos estudios poblacionales tienen incluso trascendencia para el estudio de las migraciones humanas trazadas a través de las variantes alélicas de alcaptonuria y de los haplotipos a ellas asociados. Al final de esta etapa habíamos acumulado, gracias a este trabajo de Santiago y al aislamiento y caracterización metódica de nuevos mutantes del hongo que realizó mi ayudante Elena Reoyo, una lista notable de mutaciones, que Santiago había reunido en una tabla que se publicó en la web del CIB con el nombre de AKUdb. Dicha tabla estuvo a punto de perderse, pero afortunadamente hemos podido recuperar una versión intacta que esperamos incorporar pronto a una web/portal monográfico que reunirá la información histórica y científica sobre la alcaptonuria para uso académico.
En mi laboratorio, mientras tanto, se había incorporado José Manuel Rodríguez Rodríguez, Secho, que estaba purificando y analizando la actividad enzimática de todas las proteínas HGO mutantes que nos parecían particularmente interesantes. Mientras Secho analizaba constantes cinéticas, David Timm, un cristalógrafo americano que por entonces trabajaba en la Universidad de Indiana, nos contactó para colaborar en la resolución de la estructura 3-dimensional de la enzima, que resultó funcionar en forma homohexamérica. El correspondiente trabajo, que se publicó en Nature Structural Biology en el año 2000, nos permitió estudiar la relación entre genotipo y fenotipo bioquímico, al correlacionar las constantes cinéticas que Secho estaba midiendo con el efecto predecible de las mutaciones en su contexto estructural. Quizás es este el punto de éxito en el que debiera terminar la historia.
Pero no me resisto. No he acabado. Quiero recalcar dos aspectos fundamentales de esta larga historia. El primero, el valor incalculable que tiene el principio de serendipia, entendiendo como tal el cúmulo de casualidades que espero haber descrito con suficiente lucidez en los párrafos anteriores, el cual llevó a establecer un potente equipo multidisciplinar que fue capaz de abordar un problema de la magnitud que la identificación del gen de alcaptonuria tenía a mediados de los 90. La segunda es que este cúmulo de casualidades no hubiera sido posible de no haber sido el CIB un centro multidisciplinar que permitió coincidir en el espacio y en el tiempo a los grupos con intereses y experiencia tan dispares como el mío y el de mi admirado Santiago.