Hace tanto tiempo que ni siquiera los ladrillos de la fachada se habían empezado a caer. Era una mañana de primavera de 1977 cuando yo subía por primera vez las escaleras del Centro de Investigaciones Biológicas en Velázquez 144. A mis espaldas dejaba un curso de genética molecular impartido en la Facultad de Biología de la Universidad Complutense por Marta Rodríguez Inciarte.

Marta fue mi mentora, y la persona que convenció a Margarita para que me incorporase a su laboratorio. Durante su tesis doctoral, dirigida por Eladio Viñuela, Marta había construido el segundo mapa de restricción completo de un genoma viral publicado hasta entonces ¡los cinco fragmentos de restricción que el enzima EcoRI generaba con las 18 kb del genoma de Phi29! No había sido tarea trivial, dado que “el” enzima (el único disponible) había que purificarlo a base de crecer fermentadores de una bacteria productora. Así conocí a José María Lázaro, el técnico de laboratorio que se ocupaba de esta tarea, el mejor purificador de proteínas que yo haya conocido jamás, fiel colaborador que trabajó con Margarita hasta su jubilación hace un par de años. Nada más llegar al laboratorio -en breve os daré detalles del escenario-, Marta me encasquetó un mandil de plomo y me conminó a que estuviese con los ojos bien abiertos para que me empapase de cómo se hacía una purificación de fago con el ADN marcado con 32P. Para el marcaje se utilizaban 5 mCi en un solo experimento. ¡Se me abrieron los poros, no sólo los ojos!

El laboratorio donde “aterricé” estaba situado en el “ala de los Viñuelas”, en la cuarta planta del viejo CIB, a la derecha según salías del ascensor “noble”, simétricamente opuesta a la llamada ala “de los Davides” (por David Vázquez), también en la cuarta planta, pero con ventanas hacia Joaquín Costa. Situado enfrente de la biblioteca del Instituto Gregorio Marañón y del despacho del Dr. Rodríguez Candela, director del instituto, constaba de tres ventanas (la unidad de medida del espacio en el antiguo CIB), dos de laboratorio y una de despacho, que daban a la calle Velázquez. El despacho lo compartían Margarita y Eladio. El espacio de laboratorio lo compartían Marta y Margarita, y durante unos cuantos meses, hasta que nos mudamos al campus de la Universidad Autónoma, yo también.

Si Marta fue mi “maestra” en temas de biología molecular incipiente, la persona que me enseñó la microbiología del fago fue el malogrado Rafa Pérez Mellado, ubicado “un laboratorio más allá”. Todavía más lejos, al fondo del pasillo, estaba el laboratorio grande, donde diez años después coincidí, recién incorporados todos al CIB cómo flamantes colaboradores científicos, con Santiago Rodríguez de Córdoba y Javier Paz-Ares, dos de los más brillantes investigadores que hayan pasado nunca por el CIB. En el laboratorio grande se concentraban las personas que trabajaban en la morfogénesis del virus, entre ellas Juan Antonio García Álvarez, desde entonces mi inseparable compañero de fago, que había comenzado un año antes que yo su tesis doctoral.

Había dos hechos diferenciales en el CIB que se perdieron tras el traslado al Centro de Biología Molecular. La “confesión” y los “seminarios-examen”. Los segundos se celebraban en una salita aneja al comedor de “Casa Visi” (años más tarde incorporada a éste). Consistían en seminarios de grupo convencionales en los que cada uno exponía periódicamente su trabajo. Mucho menos convencional era que Eladio, que se sentaba en la primera fila, con cierta frecuencia interrumpía al seminarista y se daba la vuelta para hacer pregunta teóricas a alguna persona de la sala sobre el tema que se estaba tratando. Ni que decir tiene que dichas preguntas generaban mucho desasosiego en la audiencia. La “confesión”, por otra parte, consistía en que el doctorando era citado al despacho de “una ventana” de Margarita y Eladio para, sentado entre ambos, dar cuenta de sus experimentos y conclusiones. Margarita seguía día a día el progreso y la planificación de todas las personas que ella supervisaba, pero Eladio intervenía también muy activamente en la discusión de los resultados. El momento de la confesión era temido, no porque Margarita fuese en absoluto agresiva con sus estudiantes, sino porque revelaba en toda su crudeza la ciclópea magnitud de las limitaciones que uno tenía y la distancia que te faltaba por recorrer. La confesión a dos bandas acabó cuando nos trasladamos al CBM al final de ese mismo año, porque Margarita y Eladio tuvieron despachos independientes. Pero Margarita siguió supervisando día a día mis experimentos, diseñando infinitos controles que convertían las conclusiones en sólidas como una roca, planificando con muchos días de antelación el trabajo sobre el calendario, enseñándome cómo redactar los protocolos para que, tirando de lo escrito, los experimentos fuesen reproducibles por otra persona en cualquier momento, guiándome hacia aquellos artículos que sería una pena que no leyera…

Juan Antonio y yo, durante varios años sus únicos doctorandos, disfrutamos del lujo de su disponibilidad, y nos formamos mediante lo que hoy se llamaría una atención personalizada con una directora que, además de tratarnos siempre con cariño casi maternal, era ya una leyenda de la genética molecular.

En aquella habitación de Velázquez 144 vi por primera vez a Margarita trabajar en la poyata. Antes de comenzar, despejaba su lugar de trabajo y ponía sobre el tablón de madera un mosaico de papeles de filtro inmaculadamente blancos que destacaban sobre el negro de la pintura. A continuación, sacaba de su despacho unas hojas de protocolo donde había detallado todo el procedimiento a seguir. Tras consultarlas, recopilaba sobre los papeles de filtro todo el material que iba necesitar: matraces, tubos de ensayo, pipetas convencionales, micropipetas (que entonces eran de vidrio y reutilizables)… Solo cuando esta ceremonia había concluido empezaba el experimento en cuestión; me recuerda al precalentamiento de una orquesta sinfónica antes de interpretar una complicada sinfonía, sinfonía cuyas manos ejecutaban con una maestría insuperable. Jamás me he encontrado con una persona que demostrase mejor su nivel de habilidad o su concentración para ejecutar protocolos complejos.

Querría acabar con un recuerdo de Margarita que para mí es imborrable porque resume la extraordinaria generosidad con la que me apoyó en numerosas ocasiones a lo largo de mi trabajo. Fue el tramo final de mi tesis doctoral, hacia finales de 1980, una vez trasladados al CBM. Diez años antes, Juan Ortín había demostrado (en el CIB) que el ADN del fago estaba covalentemente unido a una proteína, y estudios posteriores en laboratorio habían identificado a esta proteína como el producto del gen 3, p3. Todos los datos disponibles apuntaban a que aquella proteína actuaba como iniciador de la replicación en los extremos del ADN de Phi29, pero faltaba la evidencia definitiva: sintetizar un complejo entre p3 y dAMP que sería el primer que cebaría a la ADN polimerasa en los extremos del ADN. Tras muchos esfuerzos infructuosos conseguimos detectar in vitro, mediante incubación de extractos proteicos de células infectadas por el fago con dATP-α-[ 32P], la formación del complejo p3-dAMP. Aquello representaba un gran comienzo, pero quedaba muchísimo camino por recorrer antes de que las conclusiones estuviesen lo suficientemente maduras como para ser publicadas. Durante los siguientes meses nos dedicamos a investigar todos los factores que eran necesarios para que ocurriese la reacción con experimentos de marcaje radiactivo. El protocolo requería que cada reacción se purificase a través de una columna de filtración en gel para eliminar el nucleótido no incorporado antes de analizar la muestra por electroforesis; y con frecuencia me juntaba con ocho muestras que había que purificar rápidamente una vez terminada la reacción. Margarita se dio cuenta enseguida de que yo solo no podía con tanta columna y se ofreció para ayudarme. Así que los días que llegaba el nucleótido radiactivo yo tenía preparadas dos pantallas de metacrilato y ocho columnas de Sephadex empaquetadas en pipetas Pasteur. Llamaba a la puerta de su despacho y Margarita salía, se ponía detrás de una de las pantallas y ambos pasábamos las muestras, cuatro cada uno, contando las gotas que recogíamos en tubos de plástico. No sé cómo lo hacía, pero ella siempre acababa antes que yo. Y le daba tiempo a dejar los tubos metidos en viales del contador de centelleo para que yo pudiera ir rápidamente a medirlos. Así yo fui, casi con certeza, la última persona con la que Margarita Salas trabajó en la poyata.

He contado esta historia porque con frecuencia se destaca, con toda justicia, que uno de los grandes méritos de Margarita fue el haber creado una gran escuela. Está claro que para ello no basta con haber tenido muchos discípulos, algunos muy brillantes, sino que también es necesario que la maestra apoye a sus discípulos con la generosidad e incansable dedicación con las que ella lo hizo con nosotros.

Miguel Ángel Peñalva

Profesor de Investigación del CSIC en el CIB Margarita Salas

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *